lunes, 23 de abril de 2012

La condesa de Relatrá (parte 2)

Atención, esta es la segunda parte de la historia, para comenzar a leerla desde el principio debes ir a la anterior entrada.


  La condesa, estupefacta, los miró de hito en hito y se comenzó a levantar, pero una mano fría como el hielo le trajo recuerdos del pasado, sepultados en la parte más triste de su alma. El marqués había cerrado sus dedos sobre el hombro de la condesa. Ella se giró y lo miró a los ojos una vez más, y se encontró con el hombre al que jamás nadie había visto sonreír. Le temía.
- Debo regresar- anunció la condesa. Estaba empezando a pensar que la caída del puente no era una simple coincidencia.
- ¡Y mi collar!- dijo el archiduque alzando la voz- disculpe... vuestro collar...
  Ella se levantó con rapidez, librándose de la mano del marqués, que se apartó inmediatamente de ella.
- Ya lo discutiremos en otro momento. Permítame...- dijo al tiempo que apartaba al bufón de la puerta- ha sido un placer, señores.
  El pomo giró con cierta resistencia y la condesa se adentró en el estrecho pasillo de nuevo, pero los demás la seguían. Llegó al vestíbulo y en seguida se dirigió a la vieja puerta de madera que conducía al exterior.
- ¿Por qué tanta prisa, mi señora?- balbuceó el bufón.
- Cierto es que os podríais quedar a cenar. Incluso a pasar la noche, si así lo deseáis- dijo el archiduque.
  Ella se hizo a un lado para que el mayordomo abriese la puerta. Miró al archiduque de nuevo. Ese ser despreciable pretendía acabar con ella en vista de su negativa, y su apestoso bufón sólo quería un poco de oro y plata para él. En cuanto al marqués... tal vez ansiara territorios o dinero... aunque nunca lo había visto como un hombre codicioso en ese sentido.
- Pretendo partir esta noche. La pérdida del puente me ralentizará mucho, por eso no puedo perder tiempo.
- ¡Oh! Aún así permitidnos acompañaros hasta el próximo puente- el archiduque trató de decirlo aterciopeladamente.
  Cuando el mayordomo abrió la puerta, una ráfaga de aire y lluvia los golpeó, helándolos a todos; a lo lejos retumbaba un trueno.
- No os molestéis... 
- Insisto- dijo el archiduque. Su tono no permitía réplicas.
  La condesa bajó los escalones hasta llegar a tierra; a su izquierda, el puente había desaparecido, por lo que tendría que tomar el camino de la derecha hasta encontrar otro. La lluvia caía con fuerza sobre su cabeza. El caballo que la había traído ya no estaba.
- Condesa- dijo el archiduque- creo que por el camino de la derecha hay un puente cercano. Iremos por ahí- al decir esto posó su huesuda mano sobre la cintura de la mujer. Su expresión cambió por completo al rozar el pequeño bulto que provocaba el collar. No dijo nada, pero la condesa se dio cuenta al instante.
- Claro, cuál si no- dijo ella dócilmente mientras se adelantaba unos pasos.
  Con el rabillo del ojo detectó un pequeño movimiento, el archiduque le apretaba el brazo al bufón y le susurraba algo en voz muy baja.
  El bufón se acercó a la condesa.
  Fue un instante, un simple segundo de reflexión, y aún así fue demasiado lenta. Un brillo metálico se asomó a su lado. Ella se giró y echó a correr, pero el bufón ya la había alcanzado en el brazo derecho, que comenzaba a manar sangre. Pasó al lado del archiduque y del marqués; el primero sonreía, y el segundo continuó sin mudar la expresión.
  Allí estaba, oscuro, espeso y violento, el río lleno de barro por el que ya no había camino. Ya no había salida.


  Y saltó.
  Cayó al agua como una piedra, hundiéndose en el barro negruzco hasta dejar de respirar, y se dio cuenta de que su bonito vestido iba a ser sólo un impedimento, mas no había ya otra manera.
- ¡¡El collar!!- la chillona voz del bufón cortó el aliento de la condesa.
  A medio metro de ella se estaba meciendo con la corriente la bella perla blanca, separada de su dueño. Alargó la mano y rozó la cadena de plata con los dedos.
  Alguien se había lanzado al agua a sus espaldas; supuso que sería el bufón. La voz del archiduque sonaba aguda y descontrolada, gritando órdenes a diestro y siniestro.
  La condesa nadó como pudo, notándose más pesada a cada instante, sintiendo el frío en su cuerpo como una tenaza gigantesca. Las fuerzas la estaban abandonando y su corazón latía débil, muerto de miedo.
  Alcanzó la orilla y escaló hasta el camino arrastrándose por las rocas; la lluvia la empujaba hacia el suelo y el rugir de la tormenta la asustaba, instándola a entregarse y abandonar, no obstante era tarde para todo.
  Mientras corría por la escarpada caminata de piedra, unos recuerdos de antaño acudieron a su mente.
  Era una niña. Su vestido blanco y rojo ondeaba tras ella, y sus ojos miraban a su padre, de pie, elegante e imperturbable como siempre, en las escaleras de madera del bello castillo de Relatrá. Le hacía señas para que se acercara.
  Sobre sus pequeñas y suaves manos colocó una preciosa joya de plata y habló brevemente de su historia, de su importancia en el reino, y de sus leyendas y milagros misteriosos.
- Recuerda que no debes pedir tu deseo hasta que sea necesario. Cuando veas peligrar el reino o el collar pídelo, solo así surtirá efecto. Siento haberte cargado con esto, hija mía.
  Esas fueron las últimas palabras de su padre. Los ojos de color turquesa se apagaron y se convirtió en una roca inerte, insensible, dejando sola a la pequeña niña. Se entregó al collar por el reino, y la guerra y la miseria cesaron de golpe. El pueblo prosperó y enriqueció. Pero nadie le iba a devolver a su padre.
  Sus ojos se llenaron de lágrimas, y apretó el collar con fuerza en su puño. Podía oír al viejo bufón tras ella, jadeando y resollando. Una punzada de dolor en el brazo le indicó la profundidad de la herida y le recordó que se hallaba en peligro de muerte.
  Entonces una figura apareció delante de ella, agarró su brazo sano y la arrastró fuera del camino. Una mano enfundada en un guante negro se cerró sobre su boca, y sus brazos estaban inmovilizados de pronto. Trató de liberarse, pero fue inútil; era mucho más fuerte que ella. Transcurridos unos segundos vio pasar al bufón, que cojeando se perdió en la negrura.
  Podía sentir la tenue respiración de su captor sobre su cabello, y el fino roce de la capa de éste contra el suelo. Notaba su pecho en la espalda, el corazón palpitando fuera de sí, y el ligero temblor que sufrían sus manos.
  De pronto se vio libre, él la había soltado, y la condesa, mostrándose así inocente, se giró intentando ver su rostro. Cuál fue su sorpresa al ver ante ella, arrogantemente alzado, al marqués de Coldmount.
  Dio unos pasos hacia atrás, indecisa. Conocía desde su infancia al atractivo marqués, y siempre había estado a su sombra, en un estado de admiración tan extrema que había llegar a ser amor, pero él era un carámbano de hielo, tal y como sus fríos ojos azules demostraban, y no atendía a sentimientos o emociones. Qué decir del gélido hombre al que tanto había querido.
- No huyáis, condesa, os lo ruego- susurró el marqués- estoy aquí para ayudaros, nada más.
- ¿Ayudarme? Ya nadie puede ayudarme. He tomado una decisión y debo hacer esto sola.
  Allí, bajo los árboles, la lluvia frenaba contra las hojas de los robles, por lo que se hacían más evidentes las lágrimas de la condesa, que se secó las mejillas con los dedos.
- Conozco perfectamente vuestras intenciones- dijo él- yo estaba allí cuando lo hizo vuestro padre; y por eso sé que me necesitáis para comple...
- ¡Sabéis lo que pasaría!- interrumpió la condesa- ¡Sencillamente moriríamos los dos! Yo... no puedo permitirlo.
  El marqués avanzó hacia la condesa y recogió las manos de ella entre las suyas, mirándola con sus hermosos ojos azules, imbuidos de valentía y amor.
- Si aún me amáis...- al decir el marqués esto, la condesa apartó la mirada- si aún me amáis... os lo ruego. Muramos juntos. Si vos... si tú mueres... yo quiero morir contigo.
  La condesa retrocedió y lo observó con timidez. Supo, desde lo más profundo de su corazón, que él era sincero, que la quería. Su felicidad se abrió como una flor, pero se contuvo; también sabía que ese momento era efímero.
  Dijo algo en voz tan baja que la lluvia arrastró sus palabras. El marqués sonrió por primera vez en muchos años, y su capa la envolvió, como en un último intento de protegerla, y sus labios se posaron sobre los de la condesa para no separarse jamás.

  Nunca nadie supo con certeza lo que les ocurrió a la condesa de Relatrá ni al marqués de Coldmount. Cuentan que una estatua aparece a veces en los bosques de Dracoville, en la que ambos están retratados, y se esconde de las miradas, esperando que el archiduque no los encuentre jamás. Y aún hoy, en las noches de tormenta, se puede ver el brillo del mítico collar de plata en las manos de la condesa, con cuya muerte se perdió el tormentoso legado de su reino.


Fin


domingo, 19 de febrero de 2012

La condesa de Relatrá (parte 1)

  Hace ya mucho tiempo, demasiado para recordarlo, en un país muy lejano llamado Relatrá, vivía una condesa sobre cuyas espaldas caía el peso de la nación. Tan joven era como las mismas doncellas que por los jardines de su olvidado palacio paseaban, y tan bella como cada una de ellas, mas su soledad era equiparable a la de la rosa negra que sobre sus rodillas yacía. Tenía una fina carta en sus manos, de papel amarillento, con elegantes letras oscuras que componían la citación que el archiduque de Dracoville le había enviado. En absoluto deseaba contrariarle, aún así se sentía decidida a declinar la invitación; conocía a la perfección las intenciones que le rondaban por la cabeza, pues su codicia no tenía fin.
  Según lo escrito en la carta, el archiduque ansiaba concertar una cita con ella, a fin de aclarar unos asuntos pendientes. La realidad, sin embargo, era que él buscaba el collar que la condesa portaba en su cuello; una perla blanca y redonda, enjaulada en unos hilos de plata. Ese colgante había pertenecido durante generaciones a su familia y tenía un poder inmenso. Además, todo aquel que se lo pusiera se convertía automáticamente en el gobernante absoluto de Relatrá. Por ello era un bien que se debía proteger a toda costa.
  Ni los pasteles envenenados, ni los asedios a su palacio habían conseguido acabar con ella, pero estaba demasiado cansada ya para decir que no, por lo que llamó a su ayudante y lo ordenó todo para partir de inmediato  hacia Dracoville totalmente sola, no sin antes enviar la confirmación al archiduque.
  Dos días a caballo duró su viaje atravesando las montañas y los bosques de Relatrá y Dracoville, hasta que, al tercer día, divisó unas descomunales torres negras que se alzaban amenazantes hacia el cielo teñido de nubes oscuras.
  Tan sólo un puente la separaba de su terrible destino.
  Se paró, bajó de su caballo y lo atravesó a pie, casi sin fijarse en el profundo río embarrado que corría bajo ella.
  Una escalinata de piedra nacía del suelo con firmeza, llegando hasta la fachada del impresionante castillo semiamurallado, en el cual se posaban unas diabólicas aves que emitían sonidos agudos e insolentes.
  La puerta era de una madera muy vieja, y la pintura de los pomos hacía tiempo que se había caído. Golpeó con fuerza tres veces, escondiendo el collar en su corset, aunque sabía que si moría, el archiduque lo encontraría con faacilidad.
  Los gozones chirriaron, dando a entender que había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían abierto las puertas.
 Un hombre de pequeña estatura y piel blanca la saludó con una ligera inclinación, y la condujo fuera del vestíbulo, por un pasillo estrecho y agobiante, decorado con unos retratos de reyes y duques pertenecientes a la ilustre familia del anfitrión. La puerta del final del pasillo estaba entreabierta, y por ella se filtraba una luz cálida y anaranjada.
  El hombre la empujó delicadamente e hizo un gesto para invitar a la condesa a entrar. Y así lo hizo ella.
  A la derecha de la sala llamó su atención una chimenea en la que chisporroteaban las llamas que iluminaban la habitación. Esa fuente de luz fue lo que le hizo obviar las figuras que había repartidas por la sala.
  En frente de ella, un sillón rojo con unas orejeras sostenía el delgado cuerpo del archiduque. Su piel, más que blanca era azulada; con unos ojos grises que la miraban desafiantes y unos finos labios, amoratados y agrietados, que se torcían en una tosca sonrisa burlona. Su cabeza ya no portaba nada de pelo y su discreto traje dejaba mucho que desear, teniendo en cuenta los ostentosos conjuntos que antaño solía mostrar.
- Buenas tardes, condesa, amiga mía- casi tosió en un susurro- hoy me encuentro acompañado...
  En efecto, aunque ella no se había dado cuenta, la repugnante figura encorvada de su querido bufón se recortaba ahora contra el fuego, y el resollar de su respiración se hizo molesto.
  A la izquierda de la sala y para su sorpresa, se hallaba iluminado por las llamas el marqués de Coldmount, un hombre frío y calculador, de piel clara y pelo negro, largo hasta el cuello, y cuyos ojos, azules como el hielo, no expresaban ni la vida que tras ellos debía haber.
- Buenas tardes- forzó la condesa mientras se inclinaba hacia el archiduque- No tengo tiempo que perder ¿Cuál es la razón de mi visita?
- ¡Oh, condesa!- dijo el archiduque, fingiendo tranquilidad- tomad asiento, os lo ruego.
  Añadió un gesto para señalar un antiguo sillón cerca del fuego. Estaba desgastado y olía a humedad.
  Al sentarse, el bufón avanzó y sus pequeños ojos negruzcos brillaron codiciosos al observar las joyas de la condesa.
- Bien, como ya sabréis, esto no es una simple charla de negocios- el archiduque volvió a hablar; su voz áspera arañó el silencio- Me encuentro viejo... viejo y cansado. Los médicos me han avisado, no me queda mucho tiempo de vida.
  El marqués, que se hallaba apoyado contra la pared, alzó una mirada distante que se cruzó con la de la condesa, si bien sólo duró un segundo.
- No sé qué tengo que ver yo con vuestra muerte- dijo ella- tan sólo soy una dama.
- No se confunda, mi señora. Una dama muy hermosa- el bufón se había ido acercando con todo el sigilo del que era capaz, y su fétida peste inundaba los sentidos de la condesa.
- Vos portáis algo que yo ansío profundamente- continuó el archiduque- Siempre he deseado poseer ese... collar... es el único sueño que he tenido. Y será el primero, el único y el último que he osado y osaré pedir. Sólo os ruego que me lo concedáis.
  Un silencio absoluto se apoderó del salón. Fuera, la penumbra cobraba fuerza y el sol había quedado sepultado bajo las nubes de tormenta, que ahora lloraban sobre las praderas, los bosques y el castillo, dejándose llover con brusquedad, con pena.
  De pronto, el archiduque se levantó de su sillón con gran esfuerzo, tosiendo violentamente, y se arrastró hasta la ventana. Un ligero olor nauseabundo salió de él, y la condesa se empezó a preguntar si todo el mundo en la casa estaba podrido por dentro; o eso, o la comida estaba en mal estado. Si bien el bufón serpenteó hacia su señor, el marqués no movió ni un músculo.
  Aferrándose a la cortina, prosiguió:
- Sois la única persona capaz de ayudarme.
  La condesa ardía de rabia. Conocía muy bien al archiduque, y sabía que si él le rogaba el control del país a las puertas de la muerte, sólo podía ser por una razón.
- Así que conocéis la leyenda- murmuró ella de pronto. Los tres la miraron intrigados- no podía ser de otra manera. Hay una antigua leyenda en Relatrá, que dice que todo aquel poseedor del collar que se adueñe de él con el consentimiento del anterior dueño o tras la muerte de éste, podrá pedir un deseo, cualquier cosa. Vos bien podríais pedir la inmortalidad...
- ¡Injurias! ¡Calumnias! ¡Muchas falsedades huyen de vuestros labios de serpiente!- chilló el archiduque.
  Entonces un fuerte estruendo silenció todas las voces. El archiduque se asomó a la ventana junto a su bufón, y ambos se volvieron con rapidez, aparentando sorpresa.
- El... el puente... -tartamudeó el bufón- Se ha derrumbado...